miércoles, 10 de noviembre de 2010

Diluvia.

Diluvia.

En solitario por las calles oscuras de la ciudad, de vuelta a casa de un largo día. Cansado, agotado… aún así marcas un ritmo notable, tienes ganas de llegar.

La tenebrosidad del lugar te hace estar alerta. Todo está tan vacío, que se escuchan todos los ruidos de alrededor: las ratas merodeando por los cubos metálicos de basura, las palomas alzando vuelo cuando te acercas, tus propios pasos al pisar los charcos creados por el agua, el sonido de las gotas al golpear contra los coches o el suelo…

Los nervios empiezan ha hacer estragos en ti, comienzas a acelerar el paso sin darte cuenta. Incluso miras por callejuelas por las que no tendría ni que pasar. Te concentras en seguir el camino más rápido y más corto hacía tu piso. Pero no es suficiente para acaparar toda tu concentración.

Te da la sensación de que te siguen. Pero tienes miedo a mirar hacía atrás, intentas mirar de reojo pero solo consigues ver tu sombra cuando pasas por debajo de las farolas de la calle.

Al doblar la última esquina antes de acabar el trayecto, miras con disimulo, pero miras. Nada, solo tú y tu sombra reflejada en la pared.

Los nervios disminuyen, coges las llaves y abres la puerta del portal. Te miras al espejo del descansillo antes de empezar a subir. Te ves sudando, exhausto… y piensas: Quizás de verdad no me puedo fiar ni de mi propia sombra.